En negro el diecisiete pensaba
Echeverría desde que se había levantado a la mañana bien temprano. Era más que un
pálpito, era el convencimiento de poder controlar el azar, al menos en el
inmediato futuro que estuviera girando una bola en la rueda.
Buscó bien la mesa. No
le gustaba que estuviera llena de gente. Con tres era suficiente. Dio una
vuelta. Miraba bien. En la catorce había cuatro y uno se preparó a dejarla.
Otro buen pálpito. Tres, como a él le gustaba.
Miró la cara del crupier,
indiferente de ojos honestos. Una señora, con un pañuelo rojo que le sujetaba
el pelo y un puñado de fichas en la mano, era la más animada. Se estiraba para ubicar
las fichas, algunas las arrojaba. Los otros dos jugadores ponían fichas pero,
no eran como ellos, se notaba, sólo mataban el tiempo.
La suerte le hizo un
guiño inicial. Dos chances, primero rojo y después negro. ¿Me voy?, se preguntó.
Se alegró y volvió a recordar: negro el diecisiete. Se imaginó cubriendo el
paño de fichas con una jugada que le proporcionaría buenas probabilidades. Jugaría
un pleno al diecisiete negro, segunda docena, negro, impar, segunda columna y
mayor.
Se arrepintió pensó que convendría
seguir con cautela. Puso una ficha al negro. No va más, gritó el crupier. Un
hombre se acercó y se puso a mirar por detrás de su hombro. La bola dio unas
vueltas, picó en el negro diecisiete y se clavó en el colorado treinta y seis.
El crupier confirmó la mala noticia. Echeverría se dio la vuelta y miró con
desagrado al hombre de atrás, quien, al percibir el fastidio, no quiso
problemas y se fue. Tiene mala vibra, pensó Echeverría.
Primero rezó, luego
prometió que no tomaría vino por toda la semana. Eligió la jugada, volvería a
ser cauto. Puso una ficha en la segunda columna, esta vez sí. Ganaría de a dos
fichas. Pensó en positivo. La mujer de enfrente colocó una ficha junto a la suya.
Se miraron con complicidad. No va más, se escuchó la voz del crupier. Se acordó
de levantar el pie izquierdo. Miró la bola, había sido arrojada antes de que pudiera
subir el pie. Mala señal, mala señal. Efectivamente, colorado treinta y cuatro.
La mujer miró al crupier
con desconfianza, Echeverría lo advirtió e imitó el gesto de entrecerrar los
ojos. Se miraron con la mujer, sonrieron cómplices por la ocurrencia. Habían
generado la camaradería infantil de entenderse con la mirada.
Abran sus apuestas,
gritó el crupier y a penas movía la boca al hablar.
Jugó rápido, tenía que
hacer una buena jugada. Negro el diecisiete, se concentró. Completó segunda
docena, negro, segunda columna, impar y mayor. Puso en el diecisiete, jugó a
los cuartos y a la hilera. Le quedaba una ficha más y dudaba entre guardarla y
jugarla. El pálpito era demasiado fuerte. Pensó en el refrán: cuando el río
suena el agua corre (después de todo había soñado con el diecisiete). Al azar
no le gustaban los indecisos. Buena vibra. Pensar en positivo. Levantó el pie
izquierdo y se cercioró de que no estuviera el mirón detrás suyo ¿En dónde
pongo la última, la más importante?, se preguntó. El crupier arrojó la bola que
comenzó a dar vueltas. Ya sé, la pongo en… No va más, interrumpió el crupier
impidiendo que pudiera poner.
La sangre se le heló.
¿El azar castigará a la inseguridad? Pensar en positivo, buena vibra, repetía
Echeverría. La bola picó en el colorado treinta y seis. La rueda siguió
girando. La bola picó dos veces más y se clavó en el colorado veintiocho.
Perdí. Fue mi culpa. Mi
culpa por no haber jugado esta ficha. ¿Por qué no lo hice? ¿Por qué?, se
cuestionaba.
La mujer de enfrente
festejó. Él la miró e hizo un gesto de felicitación inclinando la cabeza. Ella
lo señaló: aviso de que ahora sería su turno de ganar. El gesto le devolvió el ánimo.
Todo esto sería una gran obra predestinada: una película ya filmada con final
feliz.
Tomó la ficha, la movió
entre los dedos y los nudillos, y la colocó en el negro diecisiete. Se cerraron
las apuestas. Pensó en el diecisiete, lo dibujó en la mente. La bola rebotó
varias veces y se clavó en el cero.
−¡Ah! −gritó y no dejaba
de hacerlo. Un guardia corrió para frenarlo antes de que se pudiera lanzar contra
el crupier. −¡Hizo trampa! −repitió y una lágrima desesperada corrió por la
mejilla−. ¿Ahora qué hago?
Martín Teglia
Ahora, tranquilo, tomo un mate y brindo homenaje al célebre Last Reason y sus relatos del mundo hípico, a su humor agudo del que logra inductivamente trasgredir el puntapié inicial de lo observado, del que con una anécdota pequeña reflexiona sobre las profundas costumbres naturalizadas, del que con poco mucho hace, del que transforma la rutina en tragedia, un hecho fáctico en una curiosa anécdota.
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