Los autos aceleraban pese a la pronunciada curva de la autopista.
Y para llegar debajo del puente, desde la Plaza Constitución , había que
cruzar dos carriles. Luego saltar la valla de protección y pasar por el hueco
de un alambrado oxidado. Costaba cruzarlo. El camperón se enganchaba, la
mochila se trababa y la heladera térmica que llevaba al hombro se le caía para
el costado. A cuarenta metros, se veía la fogata justo donde se junta el
asfalto con la tierra. Caminé lento hacia la última columna y me frené en una
pila de botellas vacías. Atrás de la torre, y a la altura de mis rodillas, se
encontraba un pequeño altar de La Difunta
Correa. Le colgaba un rosario hecho de chapitas de Coca Cola.
Me detuve a esperar. No quería incomodar o asustar a nadie. Aplaudí tres veces
y el eco retumbó en la cueva de cemento.
El techo del
rancho era la base de la autopista. A los costados, recubrían las paredes con
chapa y madera, también cartones cruzados con fierros que se clavaban a la
tierra para trabar la estructura. Salió un perro. En la oscuridad solo escuché
su gruñido. Me paralicé y sentí un cosquilleo por mis brazos. Ya no podía
correr. Golpee las palmas otra vez. Salió otro perro corriendo desde dentro del
cobertizo, y mientras que el primero se frenó a un metro, el segundo llegó
hasta mis piernas para olfatearme. Esperé inmóvil. Luego salieron tres perros
más pero trotaron para el lado de la calle, atrás salió un hombre, al cual no
podía distinguirle el rostro. Se notaba el contorno del sombrero y el ancho del
saco. A medida que se acercaba distinguí el pañuelo del cuello, el jean tajeado
y las sandalias. Daniel, le dije, y él me miró de reojo con el seño fruncido,
levantó la mano y le gritó al perro que gruñía con los ojos fijos en mi
rodilla. El animal se acercó a su dueño, este le dio dos palmadas en el lomo y
el perro se echó en un colchón que se encontraba al lado de un tacho cortado a
la mitad que servía de cocina-estufa. Los otros perros esperaron a que termine
el aluvión de autos y cruzaron la autopista para perderse en la ciudad.
Daniel murmuró
algo mirando a su perro y con un gesto me señaló para que pase. Permiso, dije y
me senté en un bidón de agua que se encontraba en frente del fuego. Traje
comida, cuántos son? Y respondió que eran siete, pero que dos estaban durmiendo
y los otros cuatro habían ido a cartonear. Hoy encontré tres gabinetes de
computadora y como veinte metros de cable, y por primera vez sonrió, pero sin
emitir sonido. Él ya me había contado que el cobre lo recibía el chatarrero,
vecino a la Estación
de trenes, a veintidós pesos el kilo. Y saqué de la caja siete viandas de
comida, se las dejé al lado del perro que ahora dormía profundamente. El pelaje
del animal era brillante y ni se inmutó por el olor a comida que emanaba de las
bandejas calientes.
También traje
frazadas, y conté dentro del bolso, saqué siete. Una más para el Negro, me dijo
mientras le acariciaba el cuello gordo y le estiraba la piel del hocico para
mostrarme los colmillos filosos y firmes. El perro suspiró como si tuviera una
pesadilla pero siguió con los ojos cerrados. Y saqué la última frazada y por
primera vez escuché la risa de Daniel. Era de un tono grave y de un color
roncoso, similar al gruñido del perro. Y le pregunté si había hecho el trámite
del DNI, y me dijo que no había tenido tiempo pero que mañana a primera hora se
encargaría del asunto. Y yo le recordé que el registro civil no abría los
sábados, entonces me aseguró que iría el lunes sin falta. Y ahora rió con
ganas, y su tono grave acotado se volvió más alto y continuo.
Y la vista se me
agudizó: alrededor cajitas de vino tinto vacías, también las había por entre
los colchones donde dormían las dos personas envueltas con mantas hasta la
cabeza. Y él se acordaba de mi cara pero no de mi nombre. Me había pedido, unos
meses atrás, que le realizara un informe social sobre su condición de sin
techo, quería presentar un recurso de amparo judicial. Perdón, tomamos mucho,
dijo, se le arrugó al costado de los ojos y comenzó a reír nuevamente: primero con
el sonido ronco y grave, después moduló a una risa fuerte y rasposa. Después,
estalló la carcajada. Del fondo de la ranchada se incorporaron las sombras
envueltas en trapos y bolsas. De golpe calló y sus ojos se fijaron en el Negro
que realizaba un rodeo para acostarse en el mismo lugar. Y comenzaron a caer
lágrimas en el frondoso pelaje del animal que no se inmutó por la llovizna. Al
instante, Daniel endureció su cara, me miró a los ojos y estiró la mano. Apretó
fuerte y luego me soltó. Y se perdió en las sombras del fondo. Agarré la caja
térmica y me frené en la entrada del rancho porque volvía la jauría, pero ahora
eran más, como nueve. Y todos pasaban por al lado como un torrente, entre las
piernas, y algunos me olfateaban al paso y seguían su curso, eléctricos como si
llegaran tarde. Caminé hasta el alambrado pero ahora con mucha más parcimonia
que a la ida. El aire frío se espesaba a la altura de mi boca. Me detuve en la
curva de la autopista por la velocidad de los coches. En frente, la camioneta del
Servicio Social con las balizas encendidas. El chofer me hacía luces para que
lo viera, un 148 lo había hecho cambiar de lugar.
Agustín Teglia
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