Bichos
San Telmo estaba ubicado en el barrio sur, en el casco
viejo de la ciudad. Desde lo más alto de la torre, un reflector alumbraba el
ingreso al castillo. El movedizo haz de luz detectaba al instante a cualquier
animal salvaje que vagara por la zona. Las estrictas órdenes eran las de
eliminar a todo aquel que intentara traspasar las murallas del castillo. Todas
las noches, los animales sueltos, que se escapaban de la antigua reserva
natural, eran masacrados sin compasión. Yo debía ingresar al interior de la
fortaleza y realizar la entrega. Era la hora indicada. Ajusté mis botas, alcé
mi pesada mochila y caminé por el sendero de piedra dirigiéndome hacia la
entrada del castillo. La luz se encontraba en el otro extremo de la muralla
pero en pocos segundos estaría alumbrándome el cuerpo entero. Antes que el
reflejo estuviera por encima de mi cabeza levanté un brazo, era el saludo
establecido para los vigías de la torre. La luz intermitente significaba mi
bienvenida.
La hoguera de
Plaza de Mayo ardía las veinticuatro horas. El combustible era todo material
tecnológico, por sobre todo computadoras. El M24 −Mayo veinticuatro− era un
movimiento que reaccionaba contra toda virtualización de los hábitos de la
vida. Los más intransigentes buscaban la erradicación definitiva de todo
vestigio tecnológico. Pero sólo eran los que conducían el partido. Levantaban
la bandera blanca con las consignas de las utopías libertarias. Su centro de
operaciones era la Casa
Rosada , en ese mismo lugar yo debía concretar la entrega.
Con mi moto
lograba desplazarme a grandes velocidades por la ciudad; de Avenida de Mayo y
Piedras hasta Libertador y Sarmiento, mi tiempo era en promedio de unos quince
minutos, pero mi record era de siete minutos treinta y dos segundos. Los bosques
de Palermo era una zona liberada, además ninguna de las facciones se la
disputaba. Era el lugar del placer, era el lugar de la paz común. También estos
salvajes necesitaban de mis entregas, nadie estaba exento de ellas. Una ínfima
parte del precio de mi paga la aceptaba con una contraprestación de sus
servicios. En todas las entregas, elegía alguna prostituta, o en su defecto
algún travesti, de esta manera saciaba mi necesidad de sexo semanal.
El barrio de la Boca era el más complicado de
todos. Me sentía indefenso porque debía confiar en los remeros de aquel
distrito. La moto −junto con mi cinto y dos pistolas− se la confiaba a los
guardias de la entrada en el muelle donde nacía el río, en la Avenida Montes de Oca. Siempre
llevaba otra pistola oculta, encintada en mi tobillo, no se podía fiar de
nadie, y menos de los primitivos portuarios. En el bote navegábamos veinte
minutos hasta llegar al estadio de Boca Junior, centro logístico de aquella
comuna. No era bienvenido en aquel barrio, pero si necesario. Finalizaba mi
entrega sin conversar con ningún bárbaro, además había aprendido a hacer oídos
sordos a las continuas ofensas. Llevaba a cabo mi deber con gran eficacia.
A la noche me
dirigía hacia Quilmes, hasta la zona de la Costanera. El Gran Buenos Aires
era otro mundo, parecido al de los salvajes de Palermo. Más de una noche debía
abrir fuego a la multitud que se me abalanzaba con antorchas y palos. Yo no
dudaba en disparar al cuerpo y los pobres hambrientos caían como moscas y los
que no eran alcanzados por las balas corrían asustados por el sonido seco de
los proyectiles. Cuando llegaba al río me estaban esperando. Subía con mi moto
a la barcaza que me conducía a destino, el barco madre: un acorazado que se
encontraba anclado a doscientos metros de la orilla. Lejos de la tierra siendo
el único sitio en donde era posible descansar.
La araña
El estruendo me despertó aquella mañana. Los misiles
de larga distancia comenzaron a caer desde el cielo como una encarnizada
pedrada de ángeles. Desde el océano los buques de guerra descargaban con toda
su furia hacia la costa. Miré por la ventanita de mi camarote y observé a los
helicópteros que parecían libélulas en tiempos de lluvia. Cada media hora, una
cuadrilla de yet soltaba su presente, pobre del barrio que le tocara. El
Hércules fue el que se llevó todos los aplausos: espléndido, imponente,
avasallador. Se perdió en el horizonte ante todas las miradas.
Mi handy estaba
abarrotado de llamadas. Con cada bip se
me notificaba que aprovisione a los distintos barrios de la ciudad: El fuerte
de Barranca de Belgrano, Villa Lugano, Flores, Nueva Pompeya que había anexado
a sus tierras los barrios de Boedo y Parque Patricios; o incluso todos los
municipios del conurbano, cada bastión que alzara su bandera necesitaría
armamento para la resistencia, la guerra había comenzado.
Apagué mi
netbook, el radio-reloj, TV, celular, handy: todo contacto con el mundo. Me
saqué los calzones y quedé a pura piel. Alisé una manta que meticulosamente
acomodé en el suelo y me senté. Crucé mis piernas con la elasticidad que me
caracterizaba, erguí mi torso para lograr una buena posición. Levanté mis
brazos teniendo especial cuidado en que los codos quedaran a la altura de mis
hombros. Cerré los ojos y medité largas horas. Por uno de esos milagros de la
naturaleza logré el trance que buscaba desde hacía años. Cuando volví a la
realidad, me sentí extasiado, feliz y orgulloso por mi esfuerzo, no pude
contener las lágrimas. Lloraba sobre mi sonrisa. Y si no había traspasado el
nirvana había caminado por el umbral. Recé para agradecer.
Luego me rasuré
la cabeza, los pelos caían como nidos de palomas. Continué con una estricta
afeitada y me duché. Encendí el móvil y mi buzón de correo se encontraba
saturado. Las llamadas perdidas quedarían en ese estado. Ya era tarde para
ellos, su destino estaba marcado. Me asomé por la ventana de mi escotilla y el
silbido de los aviones caza era cada vez más frecuente.
Encendí el handy
y explotaba abarrotado de sonidos. Mi superior estaría furioso. Si no
contestás, es mejor que estés muerto. Esta era su frase de cabecera, no le
gustaban las insubordinaciones, por más mínimas que fuesen. Lo llamé. Fruncí el
seño cuando me insultaba a todo volumen, ya se le pasaría, eran gajes del
oficio. Luego del reproche me encomendó precisas y confidenciales
instrucciones. Era tiempo de actuar.
Me vestí. Botas, pantalón color caqui, remera y
chaqueta verde, también escondí los cigarrillos entre el hombro y la remera. En
la cabeza me ajusté un pañuelo que la cubría por completo, era con tiras
blancas y rojas. En un extremo del rectángulo un cuadrado azul se completaba
con estrellitas amarillas. Era mi símbolo guerrero, escudo necesario para aquel
que busca explicaciones coherentes para existir en este mundo. Los osados
tiempos del repartidor habían terminado, comenzaba a la hora señalada, en el momento
justo para la intervención.
Agustín
Teglia
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