jueves, 2 de agosto de 2012

La tela


Bichos

San Telmo estaba ubicado en el barrio sur, en el casco viejo de la ciudad. Desde lo más alto de la torre, un reflector alumbraba el ingreso al castillo. El movedizo haz de luz detectaba al instante a cualquier animal salvaje que vagara por la zona. Las estrictas órdenes eran las de eliminar a todo aquel que intentara traspasar las murallas del castillo. Todas las noches, los animales sueltos, que se escapaban de la antigua reserva natural, eran masacrados sin compasión. Yo debía ingresar al interior de la fortaleza y realizar la entrega. Era la hora indicada. Ajusté mis botas, alcé mi pesada mochila y caminé por el sendero de piedra dirigiéndome hacia la entrada del castillo. La luz se encontraba en el otro extremo de la muralla pero en pocos segundos estaría alumbrándome el cuerpo entero. Antes que el reflejo estuviera por encima de mi cabeza levanté un brazo, era el saludo establecido para los vigías de la torre. La luz intermitente significaba mi bienvenida.

            La hoguera de Plaza de Mayo ardía las veinticuatro horas. El combustible era todo material tecnológico, por sobre todo computadoras. El M24 −Mayo veinticuatro− era un movimiento que reaccionaba contra toda virtualización de los hábitos de la vida. Los más intransigentes buscaban la erradicación definitiva de todo vestigio tecnológico. Pero sólo eran los que conducían el partido. Levantaban la bandera blanca con las consignas de las utopías libertarias. Su centro de operaciones era la Casa Rosada, en ese mismo lugar yo debía concretar la entrega.

            Con mi moto lograba desplazarme a grandes velocidades por la ciudad; de Avenida de Mayo y Piedras hasta Libertador y Sarmiento, mi tiempo era en promedio de unos quince minutos, pero mi record era de siete minutos treinta y dos segundos. Los bosques de Palermo era una zona liberada, además ninguna de las facciones se la disputaba. Era el lugar del placer, era el lugar de la paz común. También estos salvajes necesitaban de mis entregas, nadie estaba exento de ellas. Una ínfima parte del precio de mi paga la aceptaba con una contraprestación de sus servicios. En todas las entregas, elegía alguna prostituta, o en su defecto algún travesti, de esta manera saciaba mi necesidad de sexo semanal.

            El barrio de la Boca era el más complicado de todos. Me sentía indefenso porque debía confiar en los remeros de aquel distrito. La moto −junto con mi cinto y dos pistolas− se la confiaba a los guardias de la entrada en el muelle donde nacía el río, en la Avenida Montes de Oca. Siempre llevaba otra pistola oculta, encintada en mi tobillo, no se podía fiar de nadie, y menos de los primitivos portuarios. En el bote navegábamos veinte minutos hasta llegar al estadio de Boca Junior, centro logístico de aquella comuna. No era bienvenido en aquel barrio, pero si necesario. Finalizaba mi entrega sin conversar con ningún bárbaro, además había aprendido a hacer oídos sordos a las continuas ofensas. Llevaba a cabo mi deber con gran eficacia.

            A la noche me dirigía hacia Quilmes, hasta la zona de la Costanera. El Gran Buenos Aires era otro mundo, parecido al de los salvajes de Palermo. Más de una noche debía abrir fuego a la multitud que se me abalanzaba con antorchas y palos. Yo no dudaba en disparar al cuerpo y los pobres hambrientos caían como moscas y los que no eran alcanzados por las balas corrían asustados por el sonido seco de los proyectiles. Cuando llegaba al río me estaban esperando. Subía con mi moto a la barcaza que me conducía a destino, el barco madre: un acorazado que se encontraba anclado a doscientos metros de la orilla. Lejos de la tierra siendo el único sitio en donde era posible descansar.

La araña

El estruendo me despertó aquella mañana. Los misiles de larga distancia comenzaron a caer desde el cielo como una encarnizada pedrada de ángeles. Desde el océano los buques de guerra descargaban con toda su furia hacia la costa. Miré por la ventanita de mi camarote y observé a los helicópteros que parecían libélulas en tiempos de lluvia. Cada media hora, una cuadrilla de yet soltaba su presente, pobre del barrio que le tocara. El Hércules fue el que se llevó todos los aplausos: espléndido, imponente, avasallador. Se perdió en el horizonte ante todas las miradas.
            Mi handy estaba abarrotado de llamadas. Con cada bip se me notificaba que aprovisione a los distintos barrios de la ciudad: El fuerte de Barranca de Belgrano, Villa Lugano, Flores, Nueva Pompeya que había anexado a sus tierras los barrios de Boedo y Parque Patricios; o incluso todos los municipios del conurbano, cada bastión que alzara su bandera necesitaría armamento para la resistencia, la guerra había comenzado.
            Apagué mi netbook, el radio-reloj, TV, celular, handy: todo contacto con el mundo. Me saqué los calzones y quedé a pura piel. Alisé una manta que meticulosamente acomodé en el suelo y me senté. Crucé mis piernas con la elasticidad que me caracterizaba, erguí mi torso para lograr una buena posición. Levanté mis brazos teniendo especial cuidado en que los codos quedaran a la altura de mis hombros. Cerré los ojos y medité largas horas. Por uno de esos milagros de la naturaleza logré el trance que buscaba desde hacía años. Cuando volví a la realidad, me sentí extasiado, feliz y orgulloso por mi esfuerzo, no pude contener las lágrimas. Lloraba sobre mi sonrisa. Y si no había traspasado el nirvana había caminado por el umbral. Recé para agradecer.
            Luego me rasuré la cabeza, los pelos caían como nidos de palomas. Continué con una estricta afeitada y me duché. Encendí el móvil y mi buzón de correo se encontraba saturado. Las llamadas perdidas quedarían en ese estado. Ya era tarde para ellos, su destino estaba marcado. Me asomé por la ventana de mi escotilla y el silbido de los aviones caza era cada vez más frecuente.
            Encendí el handy y explotaba abarrotado de sonidos. Mi superior estaría furioso. Si no contestás, es mejor que estés muerto. Esta era su frase de cabecera, no le gustaban las insubordinaciones, por más mínimas que fuesen. Lo llamé. Fruncí el seño cuando me insultaba a todo volumen, ya se le pasaría, eran gajes del oficio. Luego del reproche me encomendó precisas y confidenciales instrucciones. Era tiempo de actuar.

Me vestí. Botas, pantalón color caqui, remera y chaqueta verde, también escondí los cigarrillos entre el hombro y la remera. En la cabeza me ajusté un pañuelo que la cubría por completo, era con tiras blancas y rojas. En un extremo del rectángulo un cuadrado azul se completaba con estrellitas amarillas. Era mi símbolo guerrero, escudo necesario para aquel que busca explicaciones coherentes para existir en este mundo. Los osados tiempos del repartidor habían terminado, comenzaba a la hora señalada, en el momento justo para la intervención.

                                                     Agustín Teglia




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