Las manos le
ardían pero seguía. Ya no tocaba, ahora golpeaba el cuero con saña. Descargaba
toda la bronca que había estado acumulando desde la tarde, después que había
hablado con su novia. Sí, te quiero, te dije quiero mucho, te amo, ya te dije
que te amo muchísimo, decía mientras colgaba el tubo del teléfono y saludaba
detrás del vidrio de la ventana, a una chiquilla recién llegada, no la conocía
pero seguro que no se comparaba con Natalia, la periodista que le había hecho
una nota unos meses atrás, era hermosa, su amor incondicional. Y después de un
rato, si bien estaba satisfecho con la chiquilla, había descargado
satisfacción, también se había cargado de ira, porque había estado pensando, porque
esa gente estaba asechando otra vez, su novia desde Quilmes se lo había dicho.
Y mientras las
luces lo encandilaban más fuerte tocaba. El pulgar se le dobló y aguantó el
grito, incluso sonrió ante la mirada del cantante. Mendoza vestía pantalón
negro y camisa blanca, esto irritaba sobremanera al vocalista, a este no le
gustaba la competencia desleal. Primero a mi hermanita, después la vestimenta.
Había cuestiones que en el ambiente debían estar claras y mucho más si compartirían
largos meses de gira.
Y los gritos lo
aturdían, hasta le tapaban el resonar del cuero. Mendoza cerró los ojos
mientras alzaba la palma de la mano hacia atrás para darle más duro a las
tumbadoras. Se le cruzaba por la mente la gente que no se debe conocer, estaban
ahí, acechaban otra vez. Y los dedos explotaban rojos, una de las uñas se veía
morada pero no le importaba más que sus recuerdos, se entretuvo en la primera
fila, había alta cantidad de chicas para todos, piola.
Y el dedo gordo
de la mano derecha comenzó a sangrar y pensó en la gente con la que no se debía
juntar. Gente mala, y la calle para un chico es así, poxi, faso, tinto y paco,
¡pero qué gente de mierda!
Y el tema
terminó. Era el último. Vení Guillermo, no te vayas le dijo el flaco de pelo
negro por la cintura, bien lacio. Pero Mendoza ya había tirado la tumbadora un
metro de donde estaba parado. Fue a la sala que oficiaba de camerino, con la
mano que le sangraba agarró el bongó, y salió del baile para perderse en el
monte.
Ya me compraré
los timbales, ¡Tito Puente carajo! Y rió despacio y sintió cosquillas en la
mano que se había vendado con su camisa blanca, estas camisas nunca le duraban.
Y tocó despacio durante horas hasta el amanecer, con las yemas de los dedos
buscando que las vibraciones pasasen a la tierra y de la quebrada norteña al
llano de Buenos Aires para atraer las preguntas extraviadas de aquel grabador idílico
llamado Natalia.
Agustín
Teglia
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