viernes, 20 de julio de 2012

El Rey del timbal


         Las manos le ardían pero seguía. Ya no tocaba, ahora golpeaba el cuero con saña. Descargaba toda la bronca que había estado acumulando desde la tarde, después que había hablado con su novia. Sí, te quiero, te dije quiero mucho, te amo, ya te dije que te amo muchísimo, decía mientras colgaba el tubo del teléfono y saludaba detrás del vidrio de la ventana, a una chiquilla recién llegada, no la conocía pero seguro que no se comparaba con Natalia, la periodista que le había hecho una nota unos meses atrás, era hermosa, su amor incondicional. Y después de un rato, si bien estaba satisfecho con la chiquilla, había descargado satisfacción, también se había cargado de ira, porque había estado pensando, porque esa gente estaba asechando otra vez, su novia desde Quilmes se lo había dicho.
            Y mientras las luces lo encandilaban más fuerte tocaba. El pulgar se le dobló y aguantó el grito, incluso sonrió ante la mirada del cantante. Mendoza vestía pantalón negro y camisa blanca, esto irritaba sobremanera al vocalista, a este no le gustaba la competencia desleal. Primero a mi hermanita, después la vestimenta. Había cuestiones que en el ambiente debían estar claras y mucho más si compartirían largos meses de gira.
            Y los gritos lo aturdían, hasta le tapaban el resonar del cuero. Mendoza cerró los ojos mientras alzaba la palma de la mano hacia atrás para darle más duro a las tumbadoras. Se le cruzaba por la mente la gente que no se debe conocer, estaban ahí, acechaban otra vez. Y los dedos explotaban rojos, una de las uñas se veía morada pero no le importaba más que sus recuerdos, se entretuvo en la primera fila, había alta cantidad de chicas para todos, piola.
            Y el dedo gordo de la mano derecha comenzó a sangrar y pensó en la gente con la que no se debía juntar. Gente mala, y la calle para un chico es así, poxi, faso, tinto y paco, ¡pero qué gente de mierda!
            Y el tema terminó. Era el último. Vení Guillermo, no te vayas le dijo el flaco de pelo negro por la cintura, bien lacio. Pero Mendoza ya había tirado la tumbadora un metro de donde estaba parado. Fue a la sala que oficiaba de camerino, con la mano que le sangraba agarró el bongó, y salió del baile para perderse en el monte.
            Ya me compraré los timbales, ¡Tito Puente carajo! Y rió despacio y sintió cosquillas en la mano que se había vendado con su camisa blanca, estas camisas nunca le duraban. Y tocó despacio durante horas hasta el amanecer, con las yemas de los dedos buscando que las vibraciones pasasen a la tierra y de la quebrada norteña al llano de Buenos Aires para atraer las preguntas extraviadas de aquel grabador idílico llamado Natalia.

                                                                                                          Agustín Teglia




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