Apuró el vaso de whisky.
Esto es un desastre, pensó. Botellas de cervezas tiradas, ropa de mujer
desparramada en el piso, pedazo de pizza pegada a la pared y, lo que más le
molestó, el bongó caído en el suelo. Se levantó algo mareado. La suela se
pegaba al piso pegajoso. Apoyó el vaso arriba de un mazo de cartas. La mesa rebalsaba
de papeles.
Trató de repasar lo
vivido la noche anterior. ¿Cómo volvió al departamento? Venían imágenes
borrosas. Un tumulto, gente peleando. ¿Me caí?, se preguntó mientras tanteaba
la cara. Tocó la inflamación del pómulo ¿Me pegaron? Levantó el bongó y lo
colocó en el estante. Buscó un trapo y un lustra mueble. Roseó el bongo y con
el trapo comenzó a darle brillo. Una mujer desnuda dormía en el sillón. Rascó
la barba nueva, naciente. Que gran show, quiso convencerse. No recordaba. Luces
azules y rojas giraban como platos voladores. La ovación del público volvía
distorsionada, como si estuviesen sumergidos debajo de agua. ¿Cómo le habría
salido el pasaje de “No me arrepiento de este amor” que siempre le traía
problemas? Comenzó a dar golpecitos en el mueble. Un golpe y otro. Derecha e
izquierda. Movía los hombros y acompañaba con la cabeza. Taca taca teque. La
mujer se dio la vuelta hacia el otro costado. Él siguió tocando despreocupado.
Podía estar roto, quebrado, borracho pero el ritmo venía de otro lado. Decía
que de los latidos del corazón. Seguí al corazón, recomendaba, que te marca el
ritmo. Sístole y diástole. Golpeá con la derecha y golpeá con la izquierda.
Caminó al cuarto de
Martita, su hija. El pegote en la suelas rechinaban los pasos. Abrió la puerta.
Estaba acostada, los ositos a un costado. El tucán tuqui por encima de ella.
¿Habría dormido? Recordó haberla echado cuando quiso cumbianchar adelante de
todos, imitaba a las bailarinas de los programas de bailanta.
Mi hija no es una puta. Retumbaba en su
cabeza. Al juzgar por la ronquera lo había gritado al resto también. Andá
dormir, había dicho. Es mi hija y yo sé lo que hago, justificó. Se paró frente
a ella y la tapó. Acomodó los peluches y salió.
La mujer del sofá
respiraba fuerte y, de tanto en tanto, temblequeaba su cabeza. La recordó, la
cara muy cerca bailando lentos en el cuarto. También dándole nalgadas con ritmo
de chacarera. Bostezó hondo.
Miró la repisa en donde
estaba el bongó. Se tambaleó hacia los costados. Fue a la mesa. Sirvió otro
vaso de wiski. El último, después se iría a dormir. Que gira, que noche, suspiró
orgulloso. Tomó un trago y miró la ventana. Llegaban los primeros rayos del
sol.
Volvió a mirar el bongó.
Dejó el vaso en un cenicero repleto. Fue y lo tomó entre sus brazos. Luego lo
puso entre las piernas. Un golpecito suave y otro. Tocó yo no soy dios de Leo
Mattioli. Yo no soy
nadie para condenarte, yo no soy Dios
nuestros hijos nunca van a enterarse de tu error, canturreaba sin dejar de tocar.
nuestros hijos nunca van a enterarse de tu error, canturreaba sin dejar de tocar.
Martita abrió la puerta,
y lo quedó mirando. La espalda de Mendoza se contorsionaba. Taca taca teque.
Martita acompañaba el ritmo con el pie derecho y con los pulgares golpeaba los
muslos. Mendoza dejó de tocar, sintió la presencia y dio la vuelta. Martita
siguió ahora más fuerte. Taca taca teque. Mendoza hizo una reverencia con la
cabeza. Martita se la devolvió.
Mendoza agarró el bongó, caminó sintiendo otra
vez el pegote en el piso y se lo entregó a ella que lo puso entre las piernas
(igual que él). Se miraron y empezó. Taca taca teque. La mujer se levantó,
acomodó el pelo y el corpiño. Miró la escena.
−Hola… uy me quedé
dormida. Me arregló un poco y me voy −Mendoza no le prestó atención, sólo miraba fijo a Martita y acompañaba con la
cabeza. La mujer se fue al baño, encendió la luz y cerró la puerta.
Mendoza buscó otro bongó que guardaba en el
armario. Tocaron y tocaron. Taca taca teque. Siguieron aún cuando salió la
mujer, los saludó, dio un beso en la cabeza a Martita y otro, entre la mejilla
y la boca, a Mendoza. Lo más importante fue que no perdieron el ritmo.
Martín Teglia
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