El viejo Galíndez, sombrío, el idiota como le decían en los pasillos, entró a la habitación sin
golpear la puerta. Caminaba con pasos automatizados. La cara de preocupación
llamó la atención del que esperaba adentro del cuarto, sentado, hablando con su
colega. Ha perdido su calidad humana, está alienado, ¿no le parece Dr.
Bergson?, peor aún, se ha convertido en un robot, dictaminó el Dr. Faulkner. El
viejo sintió el comentario y sus arrugas se contrajeron aún más, su rostro se
le transformó, pura preocupación. Se dio la vuelta y colgó el gabán, luego se
sentó y abrió uno por uno los cajones del escritorio, cuando finalizó el ciclo
repitió la secuencia y, en el tercer cajón, agarró un sello que probó en un
test de Roschard que estaba apoyado en la superficie del mueble. Agarró un
pilón de hojas que compulsivamente selló mojando una y otra vez en el tintero.
Dr. Bergson, esto se pone de mal en peor, el examen del sello reaviva una
repetición masturbatoria típica de la insatisfacción. ¡Silencio Ramirez! Gritó el
viejo, y el Dr. Faulkner hizo un gesto con la mano para que el Dr. Bergson no
reaccionara. Y cuando el viejo terminó de dar el sermón continuó con el sellado.
El Dr. Faulkner murmuró casi sin mover los labios, no le hagas caso también
sufre de soberbia y exceso de autoridad.
Y el sello golpeaba con más intensidad
en los papeles, hasta uno se estampó en la superficie de la mesa, seguro que
alguno pegaría en la pared, y el responsable de la acción gruño (el Dr. Bergson
y el Dr. Faulkner habían acordado que ya no era responsable de sus actos, escribirían
en el informe, un idiota y débil mental), los miró inquisitivo y los Doctores
se asustaron, ya nadie negaba su peligrosidad hacia todo lo que le rodeaba, hacia
las personas que le ayudaban a vivir e inclusive estaba en riesgo el cuerpo
mismo del paciente (meses atrás el Dr. Bergson le había encontrado una pistola
en el maletín junto con una bolsita llena de cocaína).
El viejo comenzó a silbar y cuando
comenzó a reír, el Dr. Bergson se lanzó contra el idiota, si bien había acentuado
en el informe anterior que el loquito no era peligroso, en ese momento sí lo
creía, le pasó el brazo por el cuello del demente y comenzó a apretar mientras
le gritaba al Dr. Faulkner que sacara del armario el chaleco de fuerza. El
idiota gritaba como un niño, como un diablo, como alienado de su razón. En ese
instante entraron dos enfermeros y todo se normalizó.
Ahora tranquilo, el psiquiatra
Galíndez, el idiota, como lo habían bautizado sus compañeros en los pasillos
por sus comentarios de viejo gagá, se colocó el delantal, tenía una larga
jornada en el Hospital Neuropsiquiátrico. Sacó de su maletín un coctel de
píldoras que el enfermo no podía agarrar porque permanecía amarrado a la cama.
Inyectó una dosis en el brazo del joven Ramírez para que esa tarde el Dr.
Bergson y el Dr. Faulkner no molestaran y durmieran atados en la misma cama
hasta el siguiente día.
Agustín Teglia
No hay comentarios:
Publicar un comentario