domingo, 2 de septiembre de 2012

Diagnóstico


          El viejo Galíndez, sombrío, el idiota como le decían en los pasillos, entró a la habitación sin golpear la puerta. Caminaba con pasos automatizados. La cara de preocupación llamó la atención del que esperaba adentro del cuarto, sentado, hablando con su colega. Ha perdido su calidad humana, está alienado, ¿no le parece Dr. Bergson?, peor aún, se ha convertido en un robot, dictaminó el Dr. Faulkner. El viejo sintió el comentario y sus arrugas se contrajeron aún más, su rostro se le transformó, pura preocupación. Se dio la vuelta y colgó el gabán, luego se sentó y abrió uno por uno los cajones del escritorio, cuando finalizó el ciclo repitió la secuencia y, en el tercer cajón, agarró un sello que probó en un test de Roschard que estaba apoyado en la superficie del mueble. Agarró un pilón de hojas que compulsivamente selló mojando una y otra vez en el tintero. Dr. Bergson, esto se pone de mal en peor, el examen del sello reaviva una repetición masturbatoria típica de la insatisfacción. ¡Silencio Ramirez! Gritó el viejo, y el Dr. Faulkner hizo un gesto con la mano para que el Dr. Bergson no reaccionara. Y cuando el viejo terminó de dar el sermón continuó con el sellado. El Dr. Faulkner murmuró casi sin mover los labios, no le hagas caso también sufre de soberbia y exceso de autoridad.
            Y el sello golpeaba con más intensidad en los papeles, hasta uno se estampó en la superficie de la mesa, seguro que alguno pegaría en la pared, y el responsable de la acción gruño (el Dr. Bergson y el Dr. Faulkner habían acordado que ya no era responsable de sus actos, escribirían en el informe, un idiota y débil mental), los miró inquisitivo y los Doctores se asustaron, ya nadie negaba su peligrosidad hacia todo lo que le rodeaba, hacia las personas que le ayudaban a vivir e inclusive estaba en riesgo el cuerpo mismo del paciente (meses atrás el Dr. Bergson le había encontrado una pistola en el maletín junto con una bolsita llena de cocaína).
            El viejo comenzó a silbar y cuando comenzó a reír, el Dr. Bergson se lanzó contra el idiota, si bien había acentuado en el informe anterior que el loquito no era peligroso, en ese momento sí lo creía, le pasó el brazo por el cuello del demente y comenzó a apretar mientras le gritaba al Dr. Faulkner que sacara del armario el chaleco de fuerza. El idiota gritaba como un niño, como un diablo, como alienado de su razón. En ese instante entraron dos enfermeros y todo se normalizó.
            Ahora tranquilo, el psiquiatra Galíndez, el idiota, como lo habían bautizado sus compañeros en los pasillos por sus comentarios de viejo gagá, se colocó el delantal, tenía una larga jornada en el Hospital Neuropsiquiátrico. Sacó de su maletín un coctel de píldoras que el enfermo no podía agarrar porque permanecía amarrado a la cama. Inyectó una dosis en el brazo del joven Ramírez para que esa tarde el Dr. Bergson y el Dr. Faulkner no molestaran y durmieran atados en la misma cama hasta el siguiente día.

Agustín Teglia



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