lunes, 1 de octubre de 2012

2- El anarquista municipal


          Antes de ponerse de pie firmó el documento. Su vista no se quitaba de la cédula de notificación. Había que realizar el desalojo, caiga quién caiga, le había dicho Diego Macri, el director del programa. Así es la política, pensó, y siempre que decía la palabra política se acordaba a su abuelo Federick Hertz, un inmigrante alemán que hacía honor a su apellido: Hertz en la traducción al español significaba corazón. Había que tener corazón para ponerle el pecho a la discriminación por no hablar el idioma de la elite nativa, aunque sea si hubiera hablado francés capaz que hubiera quedado mejor parado, pero no, ni eso, un idioma anglosajón cortado, lleno de sonido J. Había acarreado miles de kilómetros a una familia numerosa (su mujer y cinco hijos, por suerte, decía, todos varones, suerte porque para el trabajo van mejor). Corazón para llevar sus principios de un continente a otro, porque para los humanistas no hay fronteras, principio compartido por los anarquistas. Federick había aprendido a leer y a escribir a la edad de cuarenta años; porque no se puede ser libre siendo analfabeto, le dijo Hans en una reunión del comité. Y el alcohol, la prostitución, todos vicios burgueses, incluso el lujo había que combatir, los principios libertarios iban más allá de toda moral impuesta.
            Y Pipo siguió recordando a su abuelo, que cuando lo echaron del frigorífico “La Negra”, ubicado en Avellaneda, siempre volvía a salir del paso. Mucho no lo defendieron esos obreros, cabecitas negras, se llamaban algunos orgullosamente, y el abuelo bien rubio, hacía contraste no por lo blanco de su piel sino más bien por detestar la figura de Perón. Ya desempleado, se las ingenió para sacar un colectivo a la calle destinando todos sus ahorros, incluso pidió prestado a toda la comunidad alemana de la ciudad. Y Trabajó hasta quince horas diarias, y la palabra trabajo, a Pipo lo llenaba de orgullo, él llevaba en la sangre a su abuelo, venía de una familia trabajadora, de esfuerzo, y las imágenes eran borrosas pero recordaba las llamas sobre el colectivo de su abuelo, ¿el fuego era producto del grupo de choque de los oligarcas?, no, eran los brazos de su abuelo incendiando lo que le pertenecía, lo que a punta de pistola le querían hacer vender a un precio vil, mejor la muerte a tirar por la ventana el principio de la honradez libertaria, no se sometería, la rendición era para los cobardes o para los obreros sumisos.
            Y le volvieron a gritar desde el pasillo: “Vamos Pipo que están todos las cámaras en el desalojo y nosotros acá tomando mate”. Y Pipo, recientemente nombrado jefe de operativos especiales agarró al paso la campera que se pondría ni bien se subiría a la camioneta municipal, debía ocultar la remera roja y negra, que no se la sacaba ni para dormir. Trabó el handy en el cinturón y bajó las escaleras.
            Cuando llegó, vio la escena: policía, ambulancias, bomberos y ellos: La asistencia social. Eran la parte blanda del Estado, y claro, alguien tenía que negociar, los usurpadores se habían atrincherado dentro de la vivienda y ya le habían bajado el lineamiento desde el Ministerio, la orden decía que debía evitarse la intervención policial, la violencia institucional física no era efectiva. No tenía que haber costo político, tenía que negociar, cumplir para llegar, le decía Diego Macri, el ahora nervioso director del área. Y qué quiere Don, la política es así, le comentaba Pipo a su suegro en las reuniones familiares. Por otro lado, él era la esperanza para que la policía no entrara tumbando puertas, golpeando chicos, llevando a los rebeldes a las celdas de la comisaría más cercana, y claro está, todos los animales al matadero, a la perrera municipal.
            Pipo ya había leído el informe social: cinco familias, treinta menores, siete ancianos, ocho perros, quince gatos y veinte gallinas. Les ofrecería un parador para no dejarlos en la calle, o un subsidio habitacional, con la cuota de emergencia estaría bien, tienen que aceptar, si no tienen nada…
            Y ni bien pasó la puerta, desde la oscuridad, recibió un mazazo en la cabeza que lo llevó al piso, no vio de dónde vino el golpe, tampoco recordó los rostros de las personas anotadas en el informe que habían realizado los trabajadores sociales el mes anterior, solo escuchó el cacareo de las gallinas mezclado con ese olor a paja y mierda.
            La vivienda fue recuperada por los dueños: cinco hermanos que los unía una sucesión. La propiedad fue vendida a una constructora que levantó una torre de veinte pisos en diez meses. A Pipo lo devolvieron maniatado y con una bolsa en la cabeza, solo le quedó un chichón en el cráneo y fobia a los operativos especiales, esto último le duró por el resto de su vida. Amenazaron violarlo y cortarle el cuello, pero nada de eso pasó. Todo se resolvió en un desalojo pacífico cuando negociaron la devolución del jefe de tareas, canjeado por ochenta chapas y treinta colchones que el Ministerio de Desarrollo Social se comprometió a entregar en la puerta de la Villa “El Ceibo”, en el corazón mismo del Partido de Lanús.


Ruf.


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