martes, 29 de mayo de 2012

El Duende y el Ángel gris


                                         “Dedicado al Manu y al Negro Dolina, y también para los Refutadores de leyendas que lo miran por la Web…”

            Cuando Fabio abrió los ojos sentía cómo le vibraba el pecho, habían sido pesadillas en una noche tumultosa: ruidos, mucho gris, un ángel mezclado con caminatas silenciosas donde docenas de pies descalzos repiqueteaban en las baldosas heladas. El invierno era crudo tanto afuera como adentro del hogar, era implacable en toda la ciudad,  pero por sobre todo en el barrio de Parque Patricios.
            Los dientes le castañeaban y la mandíbula rígida esperaba, sostenía y trababa el dolor. Con la vista borrosa caminó por el pasillo sin responder a los saludos que le llegaban desde todas las direcciones. Entró al baño y permaneció largo rato, se perdió.
            Verde. Las orejas que buscaban señalar al cielo caían hacia la tierra. La vista al frente, hacia el punto de fuga de la calle Monteagudo. La estatua como una antena tiesa, cuántos discursos en vano. Las manos tensas, y en el temblequeo de ira desafiaban a la agresión visual de cualquier vecino inquisidor que se animaba a observarlo. Ese día estaba nervioso. Era mejor que no lo molestasen.
            Y en el momento que pasaba por el parque, un chico se soltó de la mano de su madre y corrió para acercarse al Duende, era muy llamativo si se lo comparaba con la uniforme vestimenta y el simple caminar de los innumerables transeúntes, era sin dudas la atracción más codiciada de la plaza. La madre temerosa corrió para defender al niño, la amenaza del monstruo era inminente. Pero el chiquillo ya había logrado el contacto con este ser sacado de un cuento de hadas que venía a jugar con los niños. El rostro de la madre se había deformado, estaba casi al punto de las lágrimas. Pero el Duende se adelantó y sacó un caramelo de su bolsillo y dijo: “ojo, es para después de la cena”, sonrió y continuó con su paso decidido hasta la avenida Caseros. Dobló. A las diez cuadras, giró con su marcha firme hacia la avenida La Plata, y continuó seguro hasta llegar a la avenida Rivadavia. Ahora estaba ciego. Los sentimientos confluían con las ideas de un ensueño enrarecido como docenas de ríos contenidos por un dique hecho por castores.
            Ya estaba cerca y se encontraría con los Ángeles grises de Flores. Hacía muchos años que no los veía, ¿estarían igual de barderos? Se olfateaba la plaza Irlanda y el día había devenido en tarde. Y gris se volvían los semáforos rojos, el perro marrón, el cielo celeste y hasta el Falcon Negro mutaba hacia un ocre extraño. Solo él conservaba su color, iluminaba con el verde. ¿Dónde quedaron mis sueños sensibles? ¿Quién me los robó?
            Y en la esquina, del tumulto gris sobresalían las botellas y las brazas opacas, y las risas se confundían con toses. El Duende se acercó a cinco metros de la barra de la esquina para distinguir aquellos conocidos ojos abiertos, vacíos como ventanas de cristal en el invierno. Lo rodearon hipnotizados por el verde que encandilaba los ojos grises de los muchachos de Flores. Silencio. Y explotó la carcajada mientras las orejas se vigorizaron apuntando al cielo. Los ángeles grises comenzaron a retroceder. De a poco, la barra gris fue desapareciendo por las calles del barrio. Algunos hasta corrieron. Solo uno, que recordando los salvajes años roqueros de Riff, saludó tímido deslizándose hasta esconderse en el ahora eclipsado suburbio citadino.
            El Duende quedó aliviado, las manos ya no temblaban, blando como una pluma, relajadamente sonriente, caminó sobre sus pasos esperando que aquella noche el Ángel gris, tras escuchar el relato de los muchachos de Flores, se apiadara de él y le regalara un sueño más ameno que el de la noche anterior, con el cual estimular su sensible y esperado mañana.

                                                                                                                           Agustín Teglia

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