“Dedicado al Manu y al Negro
Dolina, y también para los Refutadores de leyendas que lo miran por la Web…”
Cuando Fabio abrió los ojos sentía
cómo le vibraba el pecho, habían sido pesadillas en una noche tumultosa:
ruidos, mucho gris, un ángel mezclado con caminatas silenciosas donde docenas
de pies descalzos repiqueteaban en las baldosas heladas. El invierno era crudo
tanto afuera como adentro del hogar, era implacable en toda la ciudad, pero por sobre todo en el barrio de Parque
Patricios.
Los dientes le castañeaban y la
mandíbula rígida esperaba, sostenía y trababa el dolor. Con la vista borrosa
caminó por el pasillo sin responder a los saludos que le llegaban desde todas
las direcciones. Entró al baño y permaneció largo rato, se perdió.
Verde. Las orejas que buscaban
señalar al cielo caían hacia la tierra. La vista al frente, hacia el punto de
fuga de la calle Monteagudo. La estatua como una antena tiesa, cuántos
discursos en vano. Las manos tensas, y en el temblequeo de ira desafiaban a la
agresión visual de cualquier vecino inquisidor que se animaba a observarlo. Ese
día estaba nervioso. Era mejor que no lo molestasen.
Y en el momento que pasaba por el
parque, un chico se soltó de la mano de su madre y corrió para acercarse al
Duende, era muy llamativo si se lo comparaba con la uniforme vestimenta y el
simple caminar de los innumerables transeúntes, era sin dudas la atracción más
codiciada de la plaza. La madre temerosa corrió para defender al niño, la amenaza
del monstruo era inminente. Pero el chiquillo ya había logrado el contacto con este
ser sacado de un cuento de hadas que venía a jugar con los niños. El rostro de
la madre se había deformado, estaba casi al punto de las lágrimas. Pero el
Duende se adelantó y sacó un caramelo de su bolsillo y dijo: “ojo, es para
después de la cena”, sonrió y continuó con su paso decidido hasta la avenida
Caseros. Dobló. A las diez cuadras, giró con su marcha firme hacia la avenida La Plata, y continuó seguro
hasta llegar a la avenida Rivadavia. Ahora estaba ciego. Los sentimientos confluían
con las ideas de un ensueño enrarecido como docenas de ríos contenidos por un
dique hecho por castores.
Ya estaba cerca y se encontraría con
los Ángeles grises de Flores. Hacía muchos años que no los veía, ¿estarían
igual de barderos? Se olfateaba la plaza Irlanda y el día había devenido en
tarde. Y gris se volvían los semáforos rojos, el perro marrón, el cielo celeste
y hasta el Falcon Negro mutaba hacia un ocre extraño. Solo él conservaba su
color, iluminaba con el verde. ¿Dónde quedaron mis sueños sensibles? ¿Quién me
los robó?
Y en la esquina, del tumulto gris
sobresalían las botellas y las brazas opacas, y las risas se confundían con
toses. El Duende se acercó a cinco metros de la barra de la esquina para
distinguir aquellos conocidos ojos abiertos, vacíos como ventanas de cristal en
el invierno. Lo rodearon hipnotizados por el verde que encandilaba los ojos
grises de los muchachos de Flores. Silencio. Y explotó la carcajada mientras
las orejas se vigorizaron apuntando al cielo. Los ángeles grises comenzaron a
retroceder. De a poco, la barra gris fue desapareciendo por las calles del
barrio. Algunos hasta corrieron. Solo uno, que recordando los salvajes años
roqueros de Riff, saludó tímido deslizándose
hasta esconderse en el ahora eclipsado suburbio citadino.
El Duende quedó aliviado, las manos
ya no temblaban, blando como una pluma, relajadamente sonriente, caminó sobre
sus pasos esperando que aquella noche el Ángel gris, tras escuchar el relato de
los muchachos de Flores, se apiadara de él y le regalara un sueño más ameno que
el de la noche anterior, con el cual estimular su sensible y esperado mañana.
Agustín Teglia